Te levantas por la mañana mirando el reloj, y aunque el sol que se asoma por la ventana te indica que será un día lindo dentro del invierno, dejas que las horas corran tras las sábanas.
Una y otra vuelta, mi cuerpo rellena cada espacio frío de la cama, trato de buscar una posición especialmente cómoda que me acompañe en mis pensamientos, mas ninguna es suficiente.
Abro la ventana de par en par, a ver si la brisa logra ventilar mi cabeza y vuelvo a esconderme tras el conjunto de frazadas que envuelve mi lecho; buscar refugio en el sueño puede ser una buena alternativa, o tal vez impregnarse de un nuevo día... No lo sé, no lo sé...
Cuando decides levantarte, te das cuenta que ya han transucurrido un buen número de horas y mientras te miras al espejo, no puedes dejar de reparar en la mirada triste que reflejan tus ojos, acaricias tu propio cabello, respiras hondo e intentas escribir; mientras lo haces ese fuerte dolor de cabeza te bombardea, y te recuerda una y otra vez que tu estómago no tolera bien los alimentos, te recuerda una y otra vez que el dulce ya no tiene el mismo sabor, te recuerda una y otra vez cuan triste estás.
Una mano sobre mi frente y otra sobre mis mejillas; las cosas no funcionan como quise, como lo planié, como tenía en mente. Mi cerebro bombea fuertemente, me pregunto si el resfriado me tomó nuevamente; un dlor en la espalda que se siente muy caliente, será la tristeza del corazón.
Los pensamientos hablan muy fuertes, por eso la cabeza no los resiste, por eso el cerebro parpadea; quieren salir, quiren salir pero no pueden... no lo logran, ni lo harán.